Pero la realidad, ¿de qué está hecha? De circunstancias, a través de las cuales se nos despierta, y que son el modo concreto para que no decaigamos, para que no sucumbamos a la nada, y nos sintamos preferidos.







miércoles, 18 de marzo de 2015

EL CALOR DE LA NIEVE



Comienza el espectáculo. Sin la luz de tu mirada posada sobre él, el cielo elige posarse sobre ti, y el sonido vibra, antes de en el oído, en la piel de tu nuca despistada, acariciándola, erizándola, poniendo firme a todo el escuadrón epitelial en un redoble que solo tú sientes, que avanza como una ola, y que termina despertando al tímpano, sin decibelios. Y a pesar de la alarma de este insonoro sonido, nos distraemos arañando concienzudamente el aire, mendigando a palma tendida algo que ni siquiera sabemos que esperamos, pero queremos fingir que conocemos.

Nieve.

Ensimismado la miras, en la mano, como un soplido de arena color cristal. Como tierra lavada. Como un polo 10 minutos después de comprarlo. Como un algodón de aristas. Como las cenizas de una época. Como el maquillaje de seres pasados. Como las lágrimas de las hojas en invierno. ¿Pero dónde está mi polígono perfecto, mi copo de nieve ideado, soñado, prometido?

Pretensiones.

Estamos, naturalmente dirigidos. El hombre, arrojado a la marea de la vida, necesita aferrarse a un madero que le salve de un ataque de náuseas en el oleaje del cotidiano. Y en medio del tambaleo, no puede más que zarandearse a izquierda y derecha de una línea invisible, pero ya trazada, y atada, a aquella barandilla de madera que, seguro (esperamos), asoma para agarrarse detrás de esa esquina de nuestra vida.

Asombro.

Lo inesperado nos genera inestabilidad. Acotamos la mirada de los caballos para que solo vean lo que queremos que vean. Para evitar el imprevisto, que los desconcierte. Nos sentimos con el poder de controlar lo que va a suceder, y sin embargo nos sorprendemos en terrores nocturnos a plena luz del día, atados de pies y manos a un acontecimiento que desvíe la trayectoria de lo esperado. Hemos censurado la capacidad de asombro, porque es más sencillo mirar el horizonte desde un agujero de nuestra caja de cartón, esperando justo ese punto que vemos desde nuestro refugio. Felicidad entre barrotes, los barrotes de lo que esperamos, con un 'aquí' y  un 'así', como suelo y tejado. Y aceptamos esta cárcel, porque en el fondo, aquí no vamos a sentir el oleaje, y no tenemos que buscar bolsas de papel, para la posibles náuseas.

Imprevisto.

Apuntamos con el rifle al acontecimiento que se acerca desde nuestra privilegiada posición, el copo de nieve se acerca, orientamos todo nuestro poder al sentido, y cargamos todas las balas en la mirada. Te has quedado sin balas, y sin tu copo poligonal, ideado, soñado, prometido. Y mientras, la ventisca ha aprovechado el desarme del resto de tus sentidos, para asaltarte en la Troya de tu nuca, mientras el tacto dormía plácidamente, sin hueco para mirar por el agujero de la caja de cartón.

Calor.

Y te has perdido el espectáculo. El de la nieve luchando con el tacto, el tacto abrazando a la nieve. Te doy todo mi frío, ¿quién eres que me abrazas?. Soy calor, porque estoy vivo. Y la nieve desaparece, sentenciada al saber que no está viva. Y tú permaneces, resucitado, por el frío, que ha venido hoy a recordarte que estás vivo, para dar calor. ¿Dónde está el próximo abrazo? Ya, prueba. Ya no hay caja de cartón, has abierto tus brazos, y el horizonte se ha roto con ellos. Ya no hay círculo, la dimensión se expande a esfera y todo lo que gira en torno a ti esconde la posibilidad de ser aquello donde esperar y aferrarte. Y eres libre de la cautiva posibilidad de ser feliz.

¿Estás vivo?



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