"El asesino de Cecil cierra su clinica por avalancha de críticas"
"El dentista que asesinó a Cecil: dientes blancos, corazón negro"
"El cazador del león Cecil se convierte en el villano de Internet"
Prensa, televisión, y radio hacen eco masivo de la noticia de un dentista norteamericano acusado de cazar cruelmente a Cecil en África.
Mientras tanto, más de 150 millones de cristianos son perseguidos anualmente en el mundo. En concreto, en Oriente Medio la cifra de cristianos cazados por el ISIS y asesinados por decapitaciones, lapidaciones y disparos crece hacia los 3000. La ONU además estima que en torno a 1,2 millones de personas han sido desplazas por la violencia en Irak en lo que llevamos de año.
Necesitamos tener algo de lo que hablar siempre. Porque nos da miedo el silencio. Y al final hablamos de cualquier cosa. Siempre hay una noticia. Aunque no lo sea. Pero no podemos hacer noticia de esta masacre, no podemos defender estas vidas, no podríamos mirar a los ojos a un niño sirio y llamarlo por su nombre.
El mundo entero conoce a Cecil y ruge por él. Mientras tanto, ISIS sigue sumando muertos, cuyo único enterramiento es el anonimato y el silencio.
Pero y ellos, ¿quiénes son?
Personas con nombre, con historias y con familias.
Personas con deseos, con sueños, con sufrimientos y con esperanzas.
Personas con un gusto por vivir, con un aroma y sabor preferido.
Personas, cristianos.
Personas, también musulmanes.
Personas con un lugar especial en el que mirar las estrellas, y con una persona especial con quien mirarlas.
Personas con una canción que arrancaba su mejor paso de baile y con otra que los transportaba a aquel recuerdo de su adolescencia.
Personas sin punto de mira.
Personas enterradas bajo campos de grillos.
Personas cuyos gritos no consiguen hacerse eco.
Porque gritan, pero no rugen.
Personas radicales. Porque ser radical no es el gesto externo de exterminar toda raíz distinta a la tuya, sino un gesto interno de ahondar en cada uno, y enfrentarte una pregunta ¿Quién soy y para qué estoy hecho?. Esta aventura de conocernos a nosotros mismos con frecuencia nos lleva a descubrir ideales tan amplios que deseamos gritarlos, pero nunca rugirlos, porque cuando hemos encontrado algo verdaderamente bueno y bello en la vida, somos tan libres que deseamos compartirlo, pero no necesitamos imponerlo.
Y por esto no son noticia. Porque ni sabemos ni podemos empatizar con ellos, porque nosotros no somos radicales. Porque tenemos vértigo a profundizar en nuestras raíces y respondernos preguntas, o si lo necesitamos, preguntar y pedir ayuda. Porque nos da miedo el silencio y descubrir quiénes somos. O quiénes no somos.
Y no sabemos para qué estamos hechos, ni por qué abrimos los ojos cada mañana. De hecho, nos da igual.
Entonces, como nos damos igual, no podríamos mirar a un niño sirio y llamarlo por su nombre, porque tampoco sabemos realmente lo que alguien está diciendo cuando nos mira y nos llama por nuestro nombre. No podemos mirarlo a los ojos y darle esperanza, porque no la tenemos. No podemos gritar por él, ni por ninguno de ellos, porque no hemos entendido nada. Ni de la vida, ni de nosotros mismos.
Porque nos da miedo poner nombre a las cosas, aterrizar, profundizar; nos da miedo ser radicales y gritar.
Y porque solo nos han enseñado a rugir.
Pero justamente la paz nace cuando mordemos el rugido del orgullo.
Y el amor crece cuando ahogamos los rugidos en un abrazo de perdón.
Y la verdad asoma cuando cerramos las fauces y abrimos los oídos, atronados de nuestros propios rugidos.
Hace 2015 años, Cristo eligió no rugir. Pero nunca ha dejado de gritar.
Porque algunos siguen gritando con Él y como Él. Porque no tienen miedo de nombrarLe.
Porque algunos siguen gritando con Él y como Él. Porque no tienen miedo de nombrarLe.