"Libertad de expresión". Cada vez que
acechan mi oído o saltan a mi vista estas palabras, me siento incapacitado,
minusválido, para cruzar a ese lado de la acera. No soy capaz, por más que
intente meter el pie, de calzar la horma de esa idea. Y creedme que me
gustaría, porque sería más fácil, más lógico, más del mundo. ¿Más mundano,
quizá?
No voy a hablar más de opinión o de ideas. Ellas
cambian, se mueven, se vuelan, bailan, se compran, se venden, se camuflan, te
seducen, te emborrachan, y hasta pueden imponerse. Por eso voy a hablar de
la experiencia, porque, como decían los escolásticos, 'factum infectum fieri
nequit', 'no se puede hacer que algo que ha sucedido no haya sucedido'. Lo que
yo vivo o experimento, es un hecho, una evidencia, porque lo que me pasa cada
día, es una certeza.
Ellos son musulmanes, yo soy cristiano. En medio, la
fe. No hablamos de algo que es un anexo a tu existencia, no hablamos de
una opinión, un concepto, una postura. Hablamos de una experiencia vital, la
propia vida, entera, porque la religión, la fe, si no tiene que ver con todo lo
que vivo, si no es capaz de abrazar y dar sentido a todo lo que experimento, no
sirve para nada.
Desde aquí, entonces, no puedo hablar de libertad
cuando emborrona el sentido de lo que da sentido a la vida de una
persona. No es libertad si pisotea lo que te levanta cada mañana. No
creo que sea libertad si vacía lo que llena de sentido a
las circunstancias de tu vida. No confío en la libertad si juega
con lo que te da la conciencia de que cada persona que se te cruza no es puro
azar. No puede ser libertad si menosprecia lo que mantiene la esperanza
frente a la muerte.
Cuando retratas a Dios, retratas la vida de quien con
Él vive en relación. Y decir que Dios es gilipollas, es decir que
todo lo que sin comprenderlo llega a la vida, que gastar un verano o la
vida entera en la misión por los demás, que vivir una enfermedad, que poner tu tiempo
en escuchar a un joven inquieto porque no comprende su vida o junto a anciano
que ya no puede más que aferrarte la mano, que un cáncer casi se lleve a tu padre,
que salir al encuentro de la gente que vive en las periferias bajo nuestros
balcones, que un Sí pueda poner en juego la vida entera y cumplirla, o que cada mañana se nos dé la vida y salga el Sol, es una gilipollez. Y
esto, para mi, es pisar la libertad, es reducirla, es chantajearla, es entrar
sin llamar, ocuparla, e intentar anestesiarla.
Y ahora, entra en juego la reacción del que tenemos en
frente, que, en este caso, desgraciadamente ha desembocado en este violento suceso. Personalmente mi rechazo es radical, frente a esta reacción acontecida en concreto, que, todo sea dicho, representa a una pequeña proporción de los musulmanes. Pero
aquí estamos invocando al acto previo, al que estaba en manos de los dibujantes,
y siento decir (y digo siento, no como se suele decir, sino para expresar que
hablo de lo que vivo, y puedo imaginar que ellos también experimentan) que ese
acto, yo no podría considerarlo de libertad de expresión. Porque si para que tú
la tengas, yo no puedo tenerla, algo falla.
Es delgada la linea que determina lo que es la
libertad, y es la toma en consideración de las consecuencias, donde está el
equilibrio de esta cuerda floja. ¡Y cuidado! No las consecuencias para mi, sino
para el otro. Porque para los dibujantes de Charlie Hebdo, la consecuencia no
considerada no fue la posibilidad de ser vilmente asesinado por un pequeño grupo de
musulmanes radicales, sino la de herir la libertad de vivir de todo el pueblo
islámico. A esta revista, solo le faltó una cosa, amar. Solo el amor, que
te pone en la mirada del otro, que te permite saber lo que vive y lo que siente
el que tienes en frente, te permite ser consciente, te regala ser libre.
Y Charlie no fue libre, porque no sabía lo que hacía.

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