Hoy es Miércoles de Ceniza.
Hoy no es día de miradas caídas, sino de miradas alzadas. Hoy no es día de pesadas normas, sino de una liberadora conversión. Sin embargo, parece que en el mundo en que vivimos esta palabra nos hace temblar, nos rechina.
Pero, ¿qué es la conversión?
Convertirnos es levantar la mirada del suelo para redirigirla, para estar atentos a la vida, a aquello que no nos deje el mal sabor de boca del sinsentido ni el reflujo del vacío.
Convertirnos es disponer de nuevo las velas de nuestra vida hacia esos vientos que la pueden salvar de estar cansada y varada.
Convertirnos es volver a algo o alguien que nos libere de la cautiva posibilidad de ser felices.
Convertirnos es ayunar de las distracciones que me alejan de mi mismo, de quien soy, del bien para el que estoy hecho.
Convertirnos es darnos en limosna a aquellos y aquello que nos hacen ser más y mejor versión de nosotros mismos.
Convertirnos es orar, es poner el corazón en las manos de quien mejor lo conoce.
Convertirnos es, esencialmente dejar de hacer nosotros para dejarnos hacer por Otro. No cualquiera, sino Alguien a la altura de lo que nuestro corazón anhela en la vida.
Convertirnos es volver a cogernos de la mano de alguien como Cristo. Para vivir con Él y como Él. Para no ir a las profundidades de nuestra vida y aterrarnos, sino descubrir esperanza hasta en lo más dramático de la vida.
Convertirnos es no cansarnos de retomar nuestra vida una y otra vez, porque hay Uno empeñado en darnos la Alegría una y otra vez.
Convertirnos es no temer nada, porque Cristo lo puede todo, y nosotros, con Él, también.

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